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Trinidad

 

El sonido de las pisadas a unos metros de mi escondrijo, le revelaron a mi mente el mundo de dolor y agonía que viviría de ser descubierta con las manos, la consciencia, el alma y hasta el hábito manchado de sangre. El corazón palpitante... vivo aún e indefenso, estaba allí, rodeado de un pecho abierto y grotescamente tasajeado, mirándome inquieto, bombeando las últimas pulsaciones de su vida con arcadas erráticas, dolorosas, románticamente desesperadas y reclamantes a la divinidad

A fuera la muchedumbre se agolpaba con tosca curiosidad en el cancel cerrado de la iglesia, los balcones de las casas cercanas, las ramas de los árboles y sobre el lomo de los potros llaneros para contemplar el casamiento de la virgen. Los rumores y el chisme de la boda habían escandalizado al polvoriento lugar, que, de no ser por un particular hecho, quizás, ni se hubiera inmutado ante el suceso. 

Mis ojos se posaron con vehemencia erótica de nuevo en el puñal. Las manos me temblaron en deseo. El asombro de saber que concluiría mi segundo asesinato en un día y la zozobra de ser atrapada allí junto al enamorado me acobardó el miedo, y como si mi espíritu me arrebatara la poca consciencia, un enorme impulso frenético de gusto me segó y penetré con fuerza una, dos y tres veces el filo helado del metal en la carne, cuatro, cinco y seis con sed de venganza enardecida, y una última puñalada que irrumpió con sevicia en la pulcritud de la creación más divina que Dios había hecho. Por su parte, mi corazón estaba sereno y tranquilo. Intuía con imaginación las bellas formas apasionantes del crimen, y sollozaba con frustración que estuvieran apaciguadas por el hipócrita y claustrofóbico encierro de casi diez años en el convento… el convento de Santa María de Parral.

El clero de turno para la boda, parado atrás del altar, con los brazos cruzados miraba fijamente el cancel. El pasador de hierro oxidado apenas retenía a la multitud. La multitud observaba cómo Carlota sudaba su reboso negro por el afán de organizar las decenas de metros de velo blanco amarillento que adornaban la madera para el casamiento. Las bisagras negras del viejo confesionario chillaban angustiosas abriéndose más por el peso de los pecados allí dichos que por otra cosa. El par de acólitos peinados a dura pena con saliva y curtidos entre mugre cargaron la gran biblia con forro de cuero sobre el ambón. Las páginas pasaron y una solitaria mosca se posó encima de 2 Reyes 2:23-24. 

Era el momento oportuno. El descontrol de afuera me otorgaba la oportunidad perfecta para huir, pero al ver su cadáver por última vez, sus ojos, y su mirada despertaron en mí una ternura gigantesca, similar a la primera vez, y decidí que darle un beso más no estaría mal, el último, uno cálido de despedida. Al acercarme a su boca pálida, cubierta por la barba tupida y rojiza que tanto amé como amo los arreboles del llano, tenía un olor a óxido, amargo, quizás funesto, y… sin embargo, al besarla, cerré los ojos, y la misma sensación de agua fresca me envolvió en el sin fin de recuerdos felices de todos estos años junto a él, como mi guía, mi protector, mi amor puro, y prohibido. 

“Abran la puerta” -  Alegó el clero, y los dos acólitos escuálidos corrieron el pasador con dificultad. El olor pestilente del sudor, paja y polvo entró en el sagrado recinto. Los ojos asombrados y curiosos que entraron a bestialidades espantaron a Carlota quien huyó en punticas a pesar del alboroto. Las bancas traquearon y la luz del arrebol vislumbró por encima de las nubes preparándose para entrar por la puerta de la iglesia.

Probablemente pasaron diez o quince segundos y el mundo volvió y explotó en mis oídos. La traición vil y pútrida se encajó de nuevo en mi rostro y alma, la rabia contra este muerto por atreverse a engañar el corazón sereno de una mujer fiel.  Llena de odio y dolor arranqué de su pecho el cogollo apuñalado y lo puse en el cáliz, así como arranqué su alzacuello y su cristo de plata bendito y escupí en su cara, repitiendo todo tal cual, tal cual como lo hice con la otra, muerta justo a su lado con el habito puesto; Salí huyendo de la sacristía con los dos corazones; Era cuestión de tiempo para que Carlota llegara buscando los artilugios para la misa.

Los murmullos en la nave tenían cardiaco al clero, la hora se aproximaba y los novios aún se ausentaban. 

-       Es que nadie se imaginaba eso. Dijo alguien entre las bancas cruzando los brazos y arrugando la cara.

-       ¿No? Si se miraban a toda hora y no respetaban ni la misa. Alegó otro.

-       Que se casen sí me parece el colmo de los colmos. Dijo aún con los brazos cruzados

-       Eso no es tanto, espere cuando ella se entere de la otra.

-       ¿qué? ¿de verdad? - Dijo abriendo los ojos y soltando los brazos.

-       Sí señor, otra… y del mismo convento.

-       Jesucristo ¿un sacerdote y una monja desposados? Ya ni los ciervos respetan.

 

Al llegar al cuarto, vi el vestido blanco, encantador, largo, de ensueño, mil veces más hermoso que los otros de otras. - Qué ironía, pensé. Siempre supe que el vestido de Dios me haría diferente, y qué honor, y qué dolor, santa de alma, virgen de cuerpo, pero asesina de corazón… La hora se acercaba. Para mi la boda se había convertido más en la fachada perfecta. Yo llegaría al altar sola, con la excusa de que mi traicionero amor había preferido a la otra, y allí, de píe, en frente de mi verdadero amor, derramaría la sangre de mi corazón en el cáliz de oro inmaculado con los pedazos de carne que nos darían la triada perfecta, tal cual como la santísima trinidad: El, ella y yo. La venganza estaría completa. 

Serían las cinco y cincuenta y cinco. El arrebol encendido del cielo marcó la señal al tocar con sutileza la puerta de la iglesia. Mientras el rebaño alegaba por lo corrupto de la situación, y mientras el clero bostezaba mentalmente, la figura de una mujer apareció en la entrada del camposanto, adornada por el resplandor rojizo a su espalda que encegueció a las ovejas. Poco a poco un vestido blanco, largo y hermoso fue apareciendo. La novia por fin había llegado. El asombro fue gigante. La mujer llevaba la cabeza agachada, el cabello suelto, y era tan largo que reposaba sobre el velo que se arrastraba. Tenía las manos sobre el pecho sujetando con notable fuerza un cáliz dorado. Daba pasos ligeros dejando un aroma de lavanda. Los hombres se levantaron con los ojos muy abiertos ante la mujer y alzaron sus sombreros en señal de respeto. Las mujeres se arrodillaron a rezar. El recinto sagrado se volvió inmaculado. El aura de paz ante la grandeza emanada por la virgen obnubilo por completo al rebaño. La gran verdad estaba escondida. 

El clero tragó saliva y sin dejar de ver a la mujer intentó mantenerse en pie. Por fin estando frente al altar, la mujer levantó el rostro con sus mejillas sonrojadas, más por dolor que por amor. Los hombres y mujeres se miraron confundidos por la ausencia notable de su novio el sacerdote. La hora final se acercaba. Unas lágrimas y unos sollozos pesarosos salieron con notable sentimiento de la mujer, en ella, más por dolor que por amor. El casamiento de la monja estaría por acontecer y el novio parecía que la iba a dejar allí, plantada. La venganza estaba casi completa.

En silencio, y sin mover un solo musculo pensé:

Señor, frente a ti, mi gran amor, entregaré mi cuerpo que siempre ha sido tuyo, para que laves mi corazón que tiene deseos de dolor, de sufrimiento, y de negros presagios. Aquí te entrego mi felicidad: una vida entera a tu servir, mi sacrificio: un amor puro de esta vida, un dolor: la traición; perdóname…

 

A lo lejos el grito espantoso de Carlota en la sacristía erizó el aire del lugar y aterrorizó el ambiente. La mujer sacó el puñal del vestido y lo puso contra su pecho, levantó el cáliz, cerró los ojos, respiró profundo y sin previo aviso una mano la detuvo en el acto. Al abrir los ojos, lo vio allí, y quedó helada, estupefacta. Frente a todos, por fin, con su tupida barba rojiza, su novio, el sacerdote. 


"Correspondiente a la mirada hermosa de "Sor Quintero" escrito con mi puño y letra León Sanchéz®"


 

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