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El Ocobo de San Lorenzo

11 de abril de 1882 – San Lorenzo, medio día, 28 grados, en sensación 35, vientos fuertes. El sol tiene un extraño brillo, como si fuera a llover, pero no hay nubes a simple vista. Las flores del Ocobo brillan con fuerza.  

Estimado señor Vandercraft; 

Me encuentro completamente asombrado por las características de este lugar. Nunca imaginé que tendría el valor para entrar al Amazonas. Pensé que el solo hecho de venir a la nueva granada ya era suficiente muestra de valentía y amor a nuestro oficio, pero no, esto me ha superado. Por esa razón me tomé el trabajo de escribirle y enviarle estas notas personales arrancadas de mi diario. Esto como muestra de mi estimación hacia usted y por lo irrisorio de las situaciones que allí narro. Con este último gesto, quiero decirle que todo lo que leerá es completamente real. Le agradezco profundamente que recomendara mis habilidades como alquimista botánico a los galénicos de París. Sin embargo, las circunstancias ahora comprometen mi vida, y la vida de los hombres en la expedición. Los últimos días han sido descritos como infernales.


Escribir en estas condiciones es difícil, me falta el aire - Ilustración IA-León Sánchez



Lo que a continuación va a leer son mis apuntes de un descubrimiento inexplicable y la transcripción de un relato aterrador. El relato nos lo acaba de contar un sobreviviente, Rafael. Y siento que todo lo que menciona es real, y lo creo no por la lógica, sino por su cara de terror. Al pobre hombre le temblaban las rodillas y la boca, es que parecía que iba a llorar de miedo. Como sabe, soy una persona de ciencia y por eso me niego a creer en la validez de algunas supersticiones de la historia, pero admito que otras me han helado la sangre por lo extraño del ambiente amazónico colombiano; Aclaro que si mi letra es confusa y apresurada, es porque los sucesos aterradores mencionados en el relato parece que están a escasas horas de repetirse. Algunos hombres mencionan que el caudal del rio crece con fuerza y tiene un color rojizo con sabor a hierro. Beber en esas condiciones nos ha causado malestar, una debilidad muy fuerte, y una extraña inflamación en la lengua que nos corta el habla por unos minutos. Ahora mismo, no tenemos ni una gota de agua.
 
Por otra parte, el descubrimiento podría cambiar al mundo de la botánica, la alquimia y hasta la esencia misma de lo que somos, lo admito. Pero no tengo argumentos científicos para validar su origen, tan solo tengo una prueba. En el sobre encontrará una pequeña pintura del hallazgo. Por favor guarde mucha discreción al ver la escena; y si su consciencia le dicta que es falsa, créame, es real. Para este momento de la carta debe estar buscando información sobre la prueba…lo sé, puedo imaginar su cara de asombro, pero me temo que este hallazgo rompe todas nuestras dimensiones. Lo que ahora debe tener en sus manos es un pétalo, un pétalo de Ocobo. Sé que el tamaño es desconcertante, pero realmente lo que importa ahora es que continúe leyendo y entenderá todo. Por cierto, guarde el pétalo en un cuarto bajo llave.

A pesar de los peligros quiero que esté tranquilo, he decidido quedarme por voluntad propia. Me alegra saber que toda mi vida la entregué a la botánica y gracias a ello estoy metido en la más absoluta belleza natural, extravagante en vida, formas, colores, sabores, bestias y aunque no lo crea, el mal.  Estimado señor Vandercraft, me despido solicitándole dos favores: Comuníquese urgente con Mutis. Él está organizando una enorme expedición y no debe dirigirse por esta zona del Amazonas hasta después de abril del próximo año. Es imperioso que NO lo haga hasta después de este mes. Y si le pregunta el porqué, solo dígale que el Ocobo volverá a florecer. Estoy seguro que él como colega y explorador famoso sabe algo al respecto o ha escuchado rumores entre tantas avanzadas. Por último, cuide muy bien a Presagio, mi gato, me pareció verlo asustado cuando me iba.  

En la última hoja le dejaré unas instrucciones básicas para que pueda inmortalizar el pétalo; Y usted que me decía que la taxidermia es para salvajes… Muchas gracias, señor Vandercraft


3 de abril de 1882 –entre un mar de árboles–30 grados – sin vientos. Sin flores, no hay flores… La gente de los árboles. Iboga.


Ilustración IA-León Sánchez



Llevamos cinco días caminando lentamente por una zona eterna de arboledas. Seguimos descubriendo nuevas especies de plantas con propiedades analgésicas que serán vinculadas a nuevas formulaciones de medicina para el dolor. Hace dos meses los galénicos enviaron un grupo de hombres al amazonas Colombiano. Entre ellos hay tres militares retirados, un escriba pintor para registrar y dibujar cada detalle de las plantas y sus efectos, mi asistente que recolecta en vano cualquier maleza colorida, y yo como director y responsable de la travesía. Esperamos encontrar grandes rarezas que permitan el desarrollo de la botánica y la ciencia. En París se ha hecho gran algarabía por nuestra hazaña la cual esperaba finalizar en un mes.

Las caminatas nos llevaron bastante profundo de la Amazonía, y por un momento pensé que íbamos a morir perdidos. Por fortuna nos encontramos con una tribu desconocida para todos en la expedición. Y lejos de parecer un suceso hostil, nuestro encuentro con los Yacomama fue amistoso y respetuoso. Según pude entender “Yacomama” significa “Protección”. Estas personas viven en medio de arboledas de troncos delgados y larguiruchos que tapan el sol e impiden cualquier floración en unos cien kilómetros de interminable paisaje. La zona es desesperante por lo abrumador y tupido de estos troncos, la respiración se hace pesada y la deshidratación es el menor de nuestros males. Me resulta fascinante que a pesar de las condiciones los Yacomama han logrado construir pequeñas chozas sobre las copas de hoja gruesa y ancha de aquellos árboles, además de establecer una comunidad que puede tener varios cientos de siglos acá. Las personas de este lugar están llenas de formas y esencias amistosas. Me impresionan sus grandes masas musculares y la resistencia a los intensos peligros y calores selváticos. Me imagino que su riqueza sensitiva está dada por toda la bellísima virtud de la naturaleza a su alrededor; Aunque no hay flores… no hay flores. Solamente se pueden ver árboles gigantes y toda la fauna extraña que puede soportar estas condiciones. Los Yacomama parecen bailar cuando se mueven entre los troncos y nosotros apenas si podemos avanzar. Pese a lo que pudiera parecer, sus pieles son tersas y sin arrugas evidentes. Ahora nos quedaremos con ellos en su aldea, en el único pedazo de tierra despejada. Esperaremos el atardecer para comer pescado seco con yuca y agua.


Noté que cada cierto tiempo algunos hombres suben y bajan de la choza más alta y permanecen allí un par de horas, mirando fijamente al horizonte sin importar el sol abrumador. Decidí esperar cualquier oportunidad para subir, con permiso de ellos, por supuesto. Por cierto, los Yacomama tienen una planta ancestral de efectos ricos y profundos a los sentidos: Iboga La mujer más anciana de la tribu prepara un brebaje con ella. Primero muele la planta hasta sacar sus jugos amarillentos y espumosos, luego los calienta en la boca por unos minutos, y por último los escupe en pequeñas totumas. Solo quién esté enfermo de Yocota, que significa dolor en el alma, puede beber; Uno de los militares de nuestra expedición decidió hacerlo. Estas hermosas personas han desarrollado una arquitectura natural que conserva y mantiene la paz. Su sociedad avanza mientras el ambiente les provee de los recursos necesarios gracias a una armonía desconocida para mí. El único peligro real para ellos es sufrir dolor en el alma , una enfermedad que da después de perder a un ser amado. Parece ser que esta perdida ocasiona una tristeza contagiosa. Por lo demás es una civilización bien organizada, adaptada y sobre todo pacífica


El brebaje se usa para curar el dolor de alma, pues conecta nuestro mundo con el más allá y permite una ultima despedida con el fallecido. Me ha sorprendido gratamente la intuición de los Yacomama para reconocer la existencia de una vida después de la muerte. El alegato de la eternidad NO es una discusión única del viejo continente, y esta tribu son la prueba irrefutable. Un simple sorbo puso al militar en completa calma y tranquilidad. Ese hombre fornido de unos cien kilos y con cicatrices de mil batallas cayó al suelo tan ligero y sereno como si fuera una pluma. Su semblante tieso y curtido se convirtió en una sonrisa de reposo y paz. Luego de unos minutos, decenas de nativos aparecieron aplaudiendo con ritmos jocosos para que el militar volviera en sí, lo cual aún no sucede. Aún no despierta, pero aún se ve feliz, bastante feliz. Por supuesto que Antonio, el escriba, tomó atenta nota y dibujó lo que pudo. Mi asistente por otra parte cambió un pequeño espejo por una Iboga, la cuál es difícil de encontrar y naturalmente debe estar en nuestra enciclopedia. Qué blancos son los dientes de la anciana que prepara el brebaje… 

Esta intensa experiencia con la planta me ha hecho pensar en algunas fórmulas para tratar enfermedades degenerativas; Para mí esos efectos son un milagro de la naturaleza, así como lo son los Yacomama, la gente de los árboles. Solo puedo agregar que es una cultura rica en tradiciones, es un tesoro del nuevo mundo que en esencia, estructura de vida y sociedad, es igual a otras culturas del mundo con sus propias creencias y formas ancestrales. Quise preguntar más a profundidad por el pasado de su comunidad, pero se ha levantado una algarabía alegre alrededor de un fuego crispante y llameante. Al parecer siempre a las cinco de la tarde, inician las peleas de mariposas blancas. Un suceso curioso que leí hace años en los apuntes de Mutis, mi gran inspiración. En lo único que puedo pensar ahora, es en subir a la choza más alta. ¿Qué hay en ese lugar? ¿Por qué es tan vigilada? Ancio con desespero ver el paisaje desde allí. Ahora solo puedo ver una percha de mariposas alborotadas pero juguetonas. Mi único consuelo esta noche será la luna y apenas si se puede ver. 




4 de abril de 1882 – ¿Cómo es posible? Estoy anonadado... Todavía me tiemblan las piernas y la vida

Cerca de las cinco de la mañana me dispuse a subir hasta la choza más alta. El tronco larguirucho es astilloso y áspero, lo que facilita su agarre, aunque lastima bastante la piel. Al llegar hasta arriba sentí un aire fresco y pacífico de madrugada. La choza parecía sólida y bien hecha. En pocos minutos el sol cortaría la noche y me dejaría ver el hermoso paisaje. Abajo en la comunidad, los Yacomama y la expedición parecían despedirse haciendo caso a mis indicaciones de concluir el encuentro cuando terminara mi hazaña de equilibrio, a unos ochenta metros de altura. La expedición debe continuar y trepar no es más que un capricho para endulzar mi alma y mis memorias. 

El amanecer por fin se dio y la luz poco a poco aclaró un paisaje indeleble, indescriptible…y aterrador. Al final de lo que mis ojos alcanzaban a ver, y muy por encima de la exuberante vegetación, hay un árbol gigantesco, enorme, que rasga la línea del horizonte y rasga todo lo que alguna vez he conocido como naturaleza. Es tan grande que en las ramas más altas hay nubes, nubes blancas y nubes negras. Pude ver claramente sus flores rosas y supe que se trata de un Ocobo; Un Ocobo gigante… apoteósico a los ojos. Menciono por casualidad que del asombro casi caigo de la choza, afortunadamente, porque después de estar colgado patas arriba vi un rio ancho que serpentea hasta al árbol, lo que claramente es una ruta muy viable para ir a conocerlo. Estoy seguro que esto cambiará completamente la percepción sobre la vida y el nuevo mundo. Este hallazgo es monumental. ¿Cuál es su origen? ¿Por qué es así de grande? En unos minutos partiremos rumbo a su dirección, a pesar de la negativa de mis hombres y los Yacomama. Se sabe que la flor de Ocobo posee efectos positivos para algunas dolencias en articulaciones, y naturalmente en mí se despertó una curiosidad ansiosa por analizar las flores de aquel enorme espécimen. Es una decisión firme y asumiré completamente los riesgos. Insisto, este hallazgo es monumental, y sobre todo, hay que contarle al mundo que existen incomprensiones y jactaciones de la naturaleza. Me despedí de la tribu complacido por su mundo aislado de algunas frivolidades modernas y sobre todo porque nos han obsequiado algunas Ibogas. Por cierto, el militar sigue dormido y aún tiene un semblante feliz. Los demás me miran con cara de pavor por mi forma de contarles tan angustiado y fascinado lo que vi.

Ilustración IA-León Sánchez



6 de abril de 1882 – no hay vida, no hay vida. 


Creo que han pasado dos o tres días de caminata. Comenzamos a ver indicios de otro pueblo por algunas señas en los árboles. El agua se acaba, los hombres se quejan, mis pies están hinchados. El ambiente duro pero acogedor de los Yacomama desapareció. Ahora parece que habitamos en la peor e inhóspita selva, abandonada por la vida y el mundo. Parece ser que este lugar no esta vivo. La naturaleza es exuberante pero tímida, atemorizada. Nos espera la noche.


7 de abril de 1882 – Nada es lo que parece. 


Decidimos establecer un campamento en la cuenca del río ancho agitado, junto a la entrada espesa de un pueblo cuyo nombre, San Lorenzo, no aparece aún en los mapas oficiales ni en las cartas guía. Aquí señalo con curiosidad que en esta misma ubicación del mapa más antiguo dice “Prisión de San Lorenzo” escrito a mano, por encima del dibujo original. El lugar parece tener una historia diferente a otros pueblos de la cuenca amazónica colombiana, y es terriblemente contrastante con los Yacomoma, sobre todo porque las personas aquí hablan un castellano apenas entendible, y porque en sus miradas habita una tristeza profunda, como de abandono y soledad. Todo en este pueblo parece estar detenido en el tiempo. El aire se siente más ligero, pero huele a pétalos de rosas podridos.

Desde aquí se puede ver el árbol de Ocobo gigante, sin embargo, al intentar pedir indicaciones para llegar hasta el, la mayoría de personas escupieron al aíre con repudio o como alejando alguna extraña superstición. Solo algunos señalaron a Rafael, quien, en apariencia, debe tener unos setenta años y se acercó con garbo inocente hasta nuestro campamento. Por supuesto mi curiosidad es bastante. El árbol parece estar a varios días y aún así se ve imponente, enorme; aún así es necesario levantar la cabeza para ver su última rama. La ruta de la expedición marcada en el mapa se acerca bastante desde este pueblo, creo que vale la pena arriesgarnos unos cuatro días a pesar del cansancio. Ahora procedo a escribir lo que Rafael nos contó después de que rechazó nuestra generosa oferta en oro para llevarnos hasta el Ocobo, sentados alrededor de un fuego famélico por la tormenta de viento que ahora nos azota la voluntad y la poca fuerza que tenemos: 

La prisión San Lorenzo, se construyó unos trescientos años atrás, como un reclusorio secreto a los hombres y mujeres capturados en los combates de la loma del Azafate por parte del ejército español, en cabeza del teniente Juan de Ampudia. Mientras una parte del ejercito avanzaba por el amazonas buscando “El dorado”, otra, más pequeña, desviaba recursos y prisioneros importantes para ser torturados lejos de cualquier sospecha o evidencia. Aquellos hombres y mujeres pasaban décadas pudriéndose en tristeza, abandono y frío en espera de su liberación, la cual nunca llegaba. El pueblo se fundó como una consecuencia de la prisión, primero con parte del ejército, de esclavos y prisioneros, luego con expedicionarios del mundo y algunos cabildos ahora extintos. Poco a poco quienes llegaban hasta acá tenían que construir pequeñas chozas de bareque y aceptar la muerte como una salida más viable, pues aún es mas sencillo quedarse a morir que seguir andando por la brumadora selva durante semanas. 

Cada cierto tiempo llegaban carretas con personas apaleadas y con notable hambruna, desespero e inocencia en el rostro. Sus cuerpos eran ungidos con agua bendita del río ancho y encarcelados junto a otras decenas más en calabozos pestilentes a mierda, sudor y sangre. De igual forma, cada cierto tiempo, era necesario eliminar a los prisioneros más viejos y enfermos dado el hacinamiento y la poca comida. Muchos eran ahorcados, otros abandonos en la selva inhóspita, y los restantes, sencillamente eran obligados a nadar contra la corriente del río, ahogando sus pobres almas en unos segundos y ocultando semana a semana la barbarie del ahora infame San Lorenzo. Todo cambió el día que uno de los comandantes de Belalcázar encontró cientos de cuerpos putrefactos en un desvío del río ancho, además de unas bandadas de chulos atraídos por el hedor, formando un camino negro de kilómetros por encima del caudal y visible desde las pocas montañas lejanas. La angustia ante el posible descubrimiento de la barbarie obligó al ejército español a organizar un grupo de sacerdotes evangelistas y monjas para tratar de contrarrestar el pecado cometido por sus hombres y la posible condena de sus almas al infierno. Durante un par de siglos las comisiones santas trataron de apaciguar la maldad desbordaba de San Lorenzo, pero nunca era suficiente, por el contrario, la mayoría de sacerdotes amanecían muertos en extrañas circunstancias.


Ilustración IA-León Sánchez



Hace cincuenta años, la última misión católica llegó y se estableció cerca de la prisión, pero lo que nadie sabía, es que en ese grupo santo, estaba Carmenza, una monja corrupta e infiltrada por una pequeña secta de religiosas que juraron lealtad al diablo en lugar de a cristo. Ella daría a luz a una criatura espantosa, como fruto de un acto demoniaco perpetrado en la iglesia. La misión de Carmenza como miembro de la secta era corromper internamente la fe de los sacerdotes. Para ello siempre se valía de tentaciones y juegos carnales, así como de obscenidades y sacrificios en recintos santos. Al llegar a San Lorenzo, en pocos días supo que se encontraba en medio de una atmosfera cargada de maldad, crueldad e injusticia, supo que estaba en medio del caldo perfecto para todos sus rituales y supo entonces que podría cumplir su mayor anhelo: Ser la madre del hijo del diablo. Sin reparar en consecuencias, esa misma noche, cerca de la madrugada, mataría a Francisco, el sacerdote mayor, en la iglesia. El cadáver del hombre sería ocupado por el mismísimo lucifer. El ritual terminó exactamente a las 2:55am. Carmenza cayó desmayada en la mitad de la iglesia, con una sonrisa de placer en su rostro y con un embarazo que poco a poco la desgarraría por dentro. Seis meses después abriría los ojos, ahora en una celda lúgubre, mohosa y bajo la mirada angustiosa de Rafael, su compañero de celda. Su cuerpo desnudo reposaba en extrema delgadez y casi muerto sobre el último habito que usó. A las 3:00 am los gritos desgarradores del parto despertaron a San Lorenzo. La criatura cayó al suelo envuelta en un líquido amarillento y repulsivo.

Rafael asqueado y aterrado veía la escena. Poco a poco se convenció de que aquello era solo un bebé malformado junto a su moribunda madre. Intentó ayudar, pero antes de moverse, una voz cavernosa lo puso a temblar de miedo: Ayuda a mi mamá. –¡Jueputa el diablo! Gritó.

Los presos guardaban silencio de asombro y espanto. La criatura desnuda, y temblando de frío se levantó apenas respirando, sin cejas, sin cabello, sin orejas, con dos protuberancias en los omoplatos, y pronunció la siguiente frase con una voz que se podría describir como profunda, como proveniente de un abismo: - Siento frío-. Carmenza y su criatura se miraron fijamente en un adiós doloroso.

Cientos de cuervos iracundos entraron a la prisión para alzar los cuerpos del hijo del diablo y su madre, mientras eran perseguidos por una horda de lugareños que reconocieron a la asesina del padre Francisco. La atmosfera del pueblo empezaba a llenarse de vientos fuertes y un sol brillante azul que anunciaba una tragedia. Los gestos de Rafael mientras narraba todo solo aclaraban la veracidad de su relato; espero que el señor Vandercraft algún día pueda leer esto y sobre todo me crea. Rafael hacía mucho énfasis en los cuervos, alguna de esas aves lo dejó tuerto para siempre


Una pervertida histeria colectiva con gritos y rezos se apoderó de San Lorenzo. En pocos segundos se decidió que tanto la monja y su hijo serian crucificados y luego quemados. Los hombres y las mujeres, los soldados y los presos, las monjas y los sacerdotes, los pocos perros y un par de caballos persiguieron por cuatro días a los condenados hasta que los cuervos cayeron muertos de agotamiento cerca del borde del río ancho. Cualquier gesto de ira en los rostros de la horda se desvaneció en segundos cuando vieron el asqueroso y espantoso hijo de Carmenza quien yacía muerta en sus huesudos brazos. Los hombres se dispusieron a cavar para la única cruz. Sobre las cinco de la tarde el arrebol manchaba de sangre el cielo y los hombres extendían los brazos del hijo del diablo sobre un tronco áspero. El metal filoso del clavo atravesó las manos cartilaginosas y los pies con pezuñas de chivo. Unos segundos después, la cruz empezaba a quemarse, con la criatura inmóvil y serena. Las llamas lo envolvieron por completo. El cadáver de Carmenza fue lanzado hacía la cruz y provocó una gigantesca llamarada roja acompañada de unos desgarradores alaridos de dolor durante algunos eternos minutos. Una lluvia amarga cayó sobre la muchedumbre mientras se escucha el crepitar de piel y huesos. Poco a poco la llama se fue apagando hasta que se redujo a una masa negra con los cuerpos de Carmenza y el hijo del diablo, abrazados, juntos, como en paz, como en amor profundo.

Los meses pasaron y la masa negra se fue convirtiendo en un tronco con raíces y protuberancias largas, anchas, profundas, y alimentadas por el agua del rio. Año tras año el árbol crecía y a su vez, morían los pescados, se inundaban los pueblos, y se movía la tierra. Cada gramo de oro que se sacaba de esas aguas, era maldecido con desastres a su portador, pero lo peor, es que cada 12 abril de cada diez años, cuando florece, el rio cambia su color a rojo, su sabor a oxido, y después de una lluvia amarga, se desborda embravecido por todas las cuencas del amazonas, arrasando y matando todo a su alrededor en venganza de quienes mataron al hijo del diablo y a su madre, y de quienes mancharon las aguas con sangre inocente, empezando por el maldito pueblo de San Lorenzo

Ahora entiendo las advertencias de los Yacomama. Somos culpables por irrumpir en estas tierras. Sin embargo es imperioso que sigamos. Sobre todo porque los hombres rescataron del rio un enorme pétalo que mide unos cinco metros de altura y dos de ancho. Al estudiarlo descubrí que sus traqueidas parecen venas humanas y que en la capa exterior rosa a veces se forman rostros desesperados y angustiados.

La ciencia no está lista para asimilar esto y las bases de la botánica deben ajustarse. Pasaremos la noche, aunque haya tormenta y como siempre antes de la salida del sol, avanzaremos. Por cierto, el militar despertó y ahora dice que el pétalo lo mira y le habla… le habla. 

Solo  

Abril 12 

He vuelto después de cinco días. Desesperado deseo finalizar esta carta ahora para que pueda ser contada. Temo por nuestras vidas. Rafael se lanzó al rio, acaba de suicidarse, el militar llora sangre y Antonio habla en idiomas que no reconozco. El agua no se puede beber, es como saborear sangre de alguna herida abierta. Nuestra única salvación es el agua lluvia, pero es amarga, muy amarga. Por increíble que parezca el Ocobo se mueve, como si tuviera voluntad propia y aasd

Fin.

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